Aquel dinosaurio no podía
traer nada bueno. Fue lo que pensé nada más verlo pero, por alguna razón,
ignoré este presentimiento al igual que desechamos los sueños imposibles.
Y es que el dinosaurio
era eso, un imposible, una pura falacia de la realidad que se mostraba ante mis
ojos como verdadera, engañando mis sentidos y enturbiando mi razón.
Todo desencajaba en aquel
cuadro: la disposición de los muebles, los colores, el olor, incluso la
densidad del ambiente, algo más cargado de lo normal. Y al fondo de la
estancia, dos grandes ojos que me traspasaban como alfileres, signos de
interrogación dibujados en sus pupilas.
Por un momento deseé
retroceder dos segundos en el tiempo, encontrarme frente a la puerta del
despacho con la mano sobre la llave. Poder tener aún la oportunidad de escuchar
el CRAC de la cerradura al ceder, y sentir la seguridad de quien se sabe en
terreno conocido. El frío metal de la llave me habría recordado la cálida
comodidad de mi abrigo de plumas y yo, una vez más, habría sentido, orgulloso,
que todo estaba en su lugar.
Pero ahora me encontraba
encerrado, a escasos metros de un dinosaurio menudo de cola puntiaguda que me
miraba inquisitorio, como si fuera ése su despacho, y yo el dinosaurio que
aparece un día de la nada. Tenía el aire encorvado, quizá debido al peso de la
responsabilidad de tener que mantener la especie, y entre los músculos agrios
de su espalda serpenteaba una espinosa columna de aspecto débil. Sus uñas
negras, que cortaban el aire hasta llegar casi a sus rodillas, sujetaban un
liso sobre blanco sin remitente, y entre las piernas nacía una larga cola que
paseaba de un lado a otro, al igual que un carcelero hace guardia en una
prisión: vigilando que nada se escape.
Imaginé que, de tenerla,
el dinosaurio ahora se aderezaría la chaqueta del traje, alisando con sus
mugrientos dedos los pliegues de la tela. Sacudiría con firmeza el polvo sobre
su hombro, como quien lanza lo inservible al vacío y se asoma al abismo para
verlo caer. Con esa prepotencia me miraba, que me encogí sobre mi estómago en
un intento de protegerme; es increíble cómo una mirada puede destruir a un
hombre indefenso, tan sólo mostrando su desprecio.
Pero pronto apartó la
vista, y una horrible mueca de indiferencia rasgó su cara, surcando mi ser como
un huracán de hielo. Tragué saliva ruidosamente y agaché la cabeza, esperando
lo peor, una tortura, mi muerte quizás, en el mejor de los casos. Me sentía
indigno, apenas un deshecho de la sociedad que no merecía de la existencia, y menos
aún del tiempo y la consideración de un dinosaurio como aquél.
Pero, conforme pensaba en
esto, un torbellino de rabia se avivaba en mi interior: ¿Qué derecho tenía
aquel dinosaurio a presentarse así en mi despacho?. Y, ¿qué razones tenía
semejante carcamal para mirarme con tal desprecio?.
Hinché el pecho con
orgullo, y levanté la cabeza decidido a enfrentarme a él. Cuál fue mi sorpresa
cuando, al mirar en su dirección, no vi sino mi despacho vacío, apenas un
rastro de papeles levantados y un aroma rancio a sudor, nada ajeno, por otro
lado. ¿Dónde estaba?. ¿Había sido, acaso, imaginación mía?.
Me tambaleé hasta mi
escritorio y me dejé caer sobre la silla, aturdido. Sabía que mi mente no
habría sido capaz de inventar tal ocurrencia, por lo que me estrujé el cerebro
hasta que sentí un agudo dolor en la sien.
De repente lo vi. Allí,
entre la montaña de papeles desordenados que poblaban mi mesa, sobresalía el
pico de una carta pulcramente cerrada, el sobre que había visto sostener al
dinosaurio. La abrí con ansia y, con manos temblorosas, la mantuve a la luz de
la ventana.
Como dije al principio,
aquel dinosaurio no podía traer nada bueno. Tenía que haber escapado nada más
lo vi, cerrado el despacho con dos vueltas y lanzado la llave al río. Tenía que
haber corrido hasta que mis músculos no resistieran más, huido al rincón más
lejano del mundo, donde no conociera a nadie, y nadie esperara nada de mí.
Claro que, esto lo tenía que haber hecho hace mucho, mucho tiempo.
Todo esto pensaba
mientras, asqueado, estrujaba mi finiquito entre las manos, dándome cuenta de
que aquel dinosaurio era malditamente real, y yo, otra simple víctima machada
entre las fauces del depredador, otra más, tan sólo otra más, triturada entre
dientes afilados y sangre reseca.
Imagen tomada de: metalonmetalblog.blogspot.com
Es muy interesante el planteamiento, cómo presentas al pobre hombre frente a un ser casi sobre natural. La manera en que se enumera lo que ve el protagonista dentro del despacho es muy clara. El nudo establece una tensión entre éste y el dinosaurio que queda muy bien sintetizada en la frase "es increible cómo una mirada puede destruir a un hombre indefenso".
ResponderEliminarHay dos detalles que no comprendo. El primero es por qué está atrapado con el dinosaurio. Si es él quien entra en el despacho, podría haberse dado la vuelta. Seguramente, sea por la atracción que genera el dinosaurio en el protagonista. El segundo tiene que ver con el desenlace. ¿Cómo pudo escapar el dinosaurio? No entiendo bien, si el encuentro con el dinosaurio es un sueño o es un hecho fantástico. Está muy bien la incertidumbre, pero no me acaba de encajar en la historia el finiquito.
En conjunto, tu texto es un cuento intrigante. El dinosaurio malicioso que creaste es un personaje muy interesante.