Tengo hambre. Me
rugen las tripas y aún no ha apuntado el alba. Podría ir a la nevera y coger
algo pero eso no saciará mi apetito. Lo que yo preciso son recuerdos. Intento
ordenar mi memoria, ¿qué es lo que comí anoche? ¿cuándo escuché por primera vez
Time goesby? ¿cuántos glóbulos rojos
tengo?
Puedo subsistir quizá un par de días más en estado casi vegetativo, sin
hacer muchos esfuerzos, recordando cosas. Puedo sobrevivir, sí, pero ¿y si
quiero vivir? Nadie se ha creído mi enfermedad, en el trabajo dicen que tengo
depresión y que, hoy en día, nadie vive pero todos sobreviven. Personaje, me
llaman. Me hago una taza de café. No puede darme la felicidad pero sí puede
calentarme el estómago. Lo que yo quiero realmente (y pienso lo que quiero
mientras miro por la ventana porque pienso que quizá así pueda pensarlo mejor)
es un recuerdo luminoso, ¿cuál? Aquella vez, aquella vez que era pequeño y el
sol era muy brillante y… y…
Han pasado días. Me
ha llamado Cristina, me ha preguntado que si había visto muchas películas
románticas este fin de semana. Se estaba riendo y yo le he seguido la broma e
intentado colgar lo antes posible. Creo que le pica la curiosidad por saber qué
me pasa pero no puedo contárselo porque ni creerá lo que le diga ni yo tengo
ganas de mentir. He estado pensando mucho en recuerdos, los he apuntado por
orden de importancia, por orden de interés. Algunos son vergonzosos y he tenido
que despegar el bolígrafo del papel más de una vez hasta conseguir escribirlos,
otros son bellos y me han producido el deseo de repetirlos. Me he recreado en
ellos hasta que se han evaporado, dejando detrás una enorme tristeza que me ha
estado persiguiendo todo el día. Luego, han venido como consecuencia las
decepciones, los miedos… me he ido cabreando hasta que, pese al frío, me he
puesto el abrigo y he salido de casa dando un portazo.
En los parques,
percibo una sensación de malestar general del que sólo se libran los que se
complacen pensando que van a volver a sus casas. Me alejo de la ciudad en
ferrocarril. Conmigo, van los humos de las chimeneas de aquellos que viven a
las afueras y un enorme dolor en el estómago. De vez en cuando, me retuerzo en
el asiento. Una mujer anciana, de inquietantes ojos felinos, me ofrece un vaso
de algo. No tengo cuerpo para rechazarla. Es ron pero debe tener algo más
porque duermo enseguida y sólo despierto unas cuantas horas después, con el
olor de un buñuelo que tengo en la mano. Me lo ha debido dejar la señora.
Después de esto, hago tiempo mirando por la ventana. Trato de acordarme de más
cosas. La tabla de multiplicar del siete, capitales, mi primer beso… El
ferrocarril pasa por delante de un pastor con su rebaño. Ovejas de mierda, que
no piensan y comen y yo que por comer pienso.
Llego a Barcelona temprano, como me gusta a mí. Justo cuando los de la limpieza eliminan el olor de los vómitos, los gatos están finalizando su serenata y las calles se llenan de olor a café. Cojo un taxi a un lugar muy conocido, en el que se han desarrollado gran parte de mis recuerdos. Noto un pellizco en el corazón al dictar la dirección y me acomodo en el asiento. Mientras el taxi avanza, también lo hacen mis recuerdos, noto cómo me voy saciando y, poco a poco, entro en éxtasis. La panadería donde iba a comprar el pan, el parque de mi infancia, el colegio, Susana, los cromos, mi primer trabajo…
El taxista me sustrae de mi éxtasis con un tajante pitido. Bajo. Estoy en casa.
Llego a Barcelona temprano, como me gusta a mí. Justo cuando los de la limpieza eliminan el olor de los vómitos, los gatos están finalizando su serenata y las calles se llenan de olor a café. Cojo un taxi a un lugar muy conocido, en el que se han desarrollado gran parte de mis recuerdos. Noto un pellizco en el corazón al dictar la dirección y me acomodo en el asiento. Mientras el taxi avanza, también lo hacen mis recuerdos, noto cómo me voy saciando y, poco a poco, entro en éxtasis. La panadería donde iba a comprar el pan, el parque de mi infancia, el colegio, Susana, los cromos, mi primer trabajo…
El taxista me sustrae de mi éxtasis con un tajante pitido. Bajo. Estoy en casa.
Muchas veces me he
preguntado que es lo que esperaba encontrar al regresar a casa. Mi madre,
sentada en la cocina, escuchando sus Zarzuelas, ataviada en una bata
polvorienta, totalmente pasada de moda. No tan joven como cuando la vi por
última vez. Percibiría algunos cambios físicos como, quizá, un incremento de
las canas o de la joroba. Su aliento seguiría oliendo a vino, pero quizá lo
sabría disimular mejor ahora, que se habría aprendido la técnica de Escarlata
O’hara de hacer gárgaras con un vaso de colonia de hombre. Me daría cuenta de
esto cuando se inclinara para darme un beso y me pidiera perdón. Los hombres,
bueno, los hombres habrían abandonado el piso y se habrían llevado consigo la
vergüenza.
La puerta, al menos,
parecía indicar que podría tener lugar el orden cosmológico previsto. Sí, la
puerta y que no se oyeran gritos. Probé mi llave. A ver si seguía funcionando.
Y sí, lo hacía. Me cabreé. Si no había cambiado la cerradura, a lo mejor aún
tenían acceso todos los hombres. No seguí pensando más allá porque abrí la
puerta y un olor muy fuerte a podrido, a sucio, a oscuro, a pasado me invadió.
Y yo, invadido, la busqué pero me costó verla. En medio de todo ese caos, me
costó encontrarla. Estaba en el viejo sofá victoriano, tumbada en posición
fetal. No sonaban Zarzuelas, pero sí goteras. Creo que ni se giró para verme.
Tuve que ir yo, como tantas otras veces había ido, pero esta vez tuve que
ponerme de rodillas. Le exigí que me mirara dándole la vuelta a la cara y fue
entonces cuando me di cuenta de que podía mirarme, pero de que no me veía. Me
preguntó quién era. Se lo dije. No me creyó. Pensó que era Oscar. No soy Oscar,
no soy Humberto, no soy Patricia, no soy la Muerte. Frustrado, supe que no
podía darme de comer. Como nunca pudo.
Los recuerdos de mi
madre son la fruta prohibida que nunca podré comer, pero tampoco jamás osaré
hacerlo. Ese mismo día, la ingresé en un centro donde pudieran cuidarla y
aunque, a modo de despedida, balbuceé que volvería a verla, lo cierto es que ni
pude ni quise creerlo. Me fui del centro con la certeza de que cuando uno tiene
hambre, hambre de verdad, lo demás importa muy poco. Y por eso era incapaz de
pensar en mis propios sentimientos respecto a la situación. Puta vida.
Tiempo después, di un paseo por mi ciudad, como tentempié y me marché como había venido, con la certeza de que viviría siendo un muerto de hambre y de que moriría por cualquier cosa que me calentara el estómago.
Tiempo después, di un paseo por mi ciudad, como tentempié y me marché como había venido, con la certeza de que viviría siendo un muerto de hambre y de que moriría por cualquier cosa que me calentara el estómago.
Imagen tomada de: lesly-m.blogspot.com
Hermoso cuento, María. Explotas muy bien el "qué pasaría si...", la obsesión por los recuerdos. Me gusta la crítica que hay a la psicología actual, "nadie vive pero todos sobreviven", hay que seguir adelante sin importar los sentimientos. Estremece el encuentro con la madre, "no soy la muerte" da buena cuenta de la situación terriblemente angustiosa para ambos personajes.
ResponderEliminarMe ha encantado!!!!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho el ritmo de esta parte: "Me preguntó quién era. Se lo dije. No me creyó. Pensó que era Oscar. No soy Oscar, no soy Humberto, no soy Patricia, no soy la Muerte. " Y el olor a vómito me ha llegado, ¡está genial!
ResponderEliminarInés