Cuando
se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Al incorporarse, el espejo
reflejó sus cuarenta y pico y en la oscuridad de su cuarto, las paredes
remitían su agitada respiración;
sobresaltado como estaba, su edad pesaba mucho más, y el dinosaurio de su infancia parecía haber traído de vuelta aquellos años de amargura junto con la dulzura y la inocencia de un niño que ha perdido aquello que seguirá añorando cada día hasta hoy.
sobresaltado como estaba, su edad pesaba mucho más, y el dinosaurio de su infancia parecía haber traído de vuelta aquellos años de amargura junto con la dulzura y la inocencia de un niño que ha perdido aquello que seguirá añorando cada día hasta hoy.
Salió
de la cama directo hacia la ventana, el día estaba oscuro, aunque parecía que
el sol peleaba con las nubes para asomar sus rayos a través de los escasos
bancos de niebla difuminados en el cielo; en esto, su peluche cayó al suelo
como si hubiera pretendido llamar su atención. Un recuerdo casi real recorrió
sus pupilas como si hubiera inundado la habitación; como si hubiera vuelto a
tener ocho años y siguiera acurrucado en su cama abrazando lo único que le
quedaba de sus padres. Recogió el dinosaurio del suelo y lo colocó sobre la
cómoda más apartada, para apartar sus recuerdos más agrios, en un intento de
seguir con su triste y monótona vida. Con tan solo tocar el suave tejido del
peluche, un escalofrío recorrió su espalda, quizá provocado por el despertar de
la mañana, quizá por haber tomado de nuevo aquello que compartió su infancia y
haber intentado apartarlo. Nefasto intento.
Mario
había perdido a sus padres sin saber por qué con certeza. La noche previa a su
octavo cumpleaños sus padres no regresaron a casa; se esforzó en pensar que
quizá hubieran tenido que quedarse a dormir fuera debido al temporal propio de
los meses de invierno, o que para brindarle un cumpleaños agradable al día
siguiente, estuvieran haciendo horas extra. Procuró esperarlos despierto. Los
esperaba preocupado, esperaba que llegaran a casa porque no había motivo alguno
para no hacerlo. A sus cuarenta y ocho años sigue esperando, pero ya no piensa
por qué, sólo guarda el dinosaurio con recelo por ser lo que encontró a la
puerta de su habitación la triste mañana de aquel cumpleaños que no celebró.
Sin saber por qué, no volvió a tener padres, sólo un dinosaurio verde en el
marco de la puerta y el deseo de pensar que este hubiera sido obra de sus
padres.
A
partir de entonces, sin explicaciones, con un extraño secretismo que Mario
sentía respirar cada día, sus tíos se hicieron cargo de él. Mario siempre creyó
ser un estorbo, aunque poco a pocolos tres iban haciéndose a su nueva vida. Sus
tíos eran mayores; Marga, su tía, era una mujer amanerada y centrada en las
labores del hogar que sólo se preocupaba de llegar puntual a la iglesia y a la
que alteraban sobre manera las arrugas de la colcha, aunque ciertamente, era
una mujer culta a la par que recta que adoraba las novelas de Agatha Christie,
las cuales devoraba siempre con vestimenta elegante. Su tío Marcos era un
hombre de costumbres, tranquilo y campechano, que siempre miraba por encima de
sus gafas cuando se sentaba en el sillón a leer el periódico con una copa en la
mano dificultando la ardua tarea de pasar un par de hojas sin resbalar tres
más.
Nunca
faltaba comida en la mesa, Mario siempre fue a los mejores colegios y nunca
pasó frío en invierno. Pero nunca más volvió a celebrar los años que pasaban,
se limitaba a colocar el dinosaurio en la estantería y cerciorarse de que no le
ocurriese nada, siempre con cuidado, siempre un poco asustado. Con un halo de
tristeza en la mirada.
A su
madura edad, recordaba cómo después de sus ocho años, su forma de contemplar el
tiempo pasar se tornó indiferente aunque nostálgica. Cuando cumplió los quince
años, su tío mantuvo con él una conversación propia de hombres en la que
chocaba la presencia de un peluche verde con cresta suave y delicada; su tío lo
regañó por haber descuidado el dinosaurio durante esos años, él mismo cosió un
ojo a punto de caerse mientras decía: “quizá no entendamos nunca nada, pero
guarda y celebra lo poco que tengas, por motivos propios, los que sean”. Mario
siempre recordará la frase de su tío, que sin haberlo notado, llenó una parte
del vacío no muy calurosamente, pero agradable después de todo.
Fueron
años duros, llenos de preguntas y sentimientos turbios siempre sin aclarar;
sobresaltos sin querer, estudios y vida hecha con desgana. Como si fuera todo
un sueño amargo del que no hubiera que despertar. Y resulta que cuando
despertó, el dinosaurio efectivamente, estaba en el marco de la puerta, pero
Mario acababa de cumplir los ocho años y esperaba que todo hubiera sido una
triste pesadilla. Abrazó el dinosaurio y corrió a buscar a sus padres.
Mario
no encontró a sus padres; el accidente que sufrió años atrás le robó a ellos, y
también su memoria. Cada año sus tíos tienen que volver a explicarle lo que
pasó tres años antes, lo único que conserva es el dinosaurio verde. La
diferencia es que esta vez, Mario ha soñado lo que podrá ser su futuro, y con
solo ocho años sabe que no debe ser así, no quiere. Por lo tanto sabe, que su
peluche es el punto de inflexión entre lo que puede ser si quiere, o lo que
puede ser si deja de luchar por cuidar de sus recuerdos.
Imagen tomada de: dreamingmylive.blogspot.com
Es interesante cómo el dinosaurio se convierte en un símbolo de la inocencia del personaje. La historia me hizo recordar "El isla del arca" de Miguel Aranguren, un chico que se encuentra desvalido frente al mundo y sin respuestas que den sentido a su vida. Me resultó confuso el tiempo. El presente narrativo es la edad madura del protagonista y la narración retrocede a su infancia y pasa por la adolescencia. Pero, al final del relato, no queda claro si el personaje cree ser un niño o rememora su infancia. Es un cuento interesante.
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