¿Alguna vez te has
preguntado qué ocurriría si despertases un día y te dieses cuenta de que has desperdiciado
tu vida?
Eso es lo que le ocurrió a
Stan Buhrem la mañana del 19 de febrero. No es que hubiese tenido una epifanía
en el sueño. Tampoco fue una verdad que había estado meditando durante un
cierto tiempo. Fue una gran revelación surgida de un pequeño detalle durante el
desayuno.
Stan no solía desayunar
mucho, de hecho no había nada en su vida que él “hiciese mucho”, por ello, como
cada mañana durante los últimos trece años, fue con su bata de franela de
cuadros marrones con las mangas ya desgastadas, a por su café matinal a la
cocina. Esa misma cocina de muebles de linóleo amarillo que Stan tanto odiaba,
porque el amarillo era un color que a Stan siempre le había recordado a
enfermedad. Bilis. Pus. Por supuesto a su mujer le encantaban esos muebles.
Todas las mañanas no podía evitar pensar en lo mucho que odiaba esos horribles
armarios mientras se sentaba a la mesa en las sillas acolchadas de la cocina.
Siempre se sentaba en la silla que tenía menos acolchado. No era una manía
suya, pero como Annette, su mujer, siempre se sentaba en la misma silla, a él
le quedaba sólo esa.
Así, cuando aquella mañana
entró en la cocina, repitió el esquema rutinario de los últimos trece años:
ARMARIOS. ENFERMEDAD. MISMA SILLA. ANNETTE.
Por supuesto, Annette ya
estaba allí tomándose el café y leyendo como cada mañana el periódico. Y como
siempre estaba haciendo esos ruiditos que llevaba haciendo durante los últimos
trece años. Eran esos ruiditos que Annette hacía cuando chocaba rítmicamente
sus largas uñas rosas contra la cerámica de la taza de café. Stan también
odiaba esos ruiditos, pero ya se había acostumbrado a ellos de tal manera que,
cuando su mujer no los hacía era claro signo de que algo iba mal.
No había indicios de que
aquella mañana fuese a ir a mal o a ser diferente. Eso es lo que decían la uñas
de Annette. Tap. Tap. Tap. Uña y cerámica. Fue en ese momento, que Stan se
encontraba hipnotizado con esas garras rosa bebé, en el que se dio cuenta de
que la rutina se había roto… ¿Por qué sabía diferente el café?
“¿Te gusta el café, Stan? Es
la marca que anuncian todo el rato en la televisión, es que había una oferta en
el supermercado, ¿sabes?” Le preguntó Annette sin levantar la vista del
periódico.
Stan se quedó mirando la
taza de café con un gesto extraño. No estaba mal el café, de hecho sabía más
fuerte que el habitual. Le gustaba. Pero, ¿por qué no era el café de siempre?
“Está bien” murmuró Stan.
Tampoco hacía falta una respuesta. Su mujer no la estaba esperando.
Parecía un hecho absurdo.
Aislado y sin ningún tipo de trascendencia. Y esto efectivamente habría sido
así para cualquier persona. Pero no para Stan, que mientras que se miraba en el
espejo auxiliar del baño, y se ponía su corbata azul de rayas, se dio cuenta de
que el hecho de que aquella mañana hubiese tomado un café distinto al que
llevaba tomando todas las mañanas durante los últimos trece años, era lo más
llamativo y tal vez emocionante que le iba a pasar en toda la semana, y
probablemente en todo el mes.
Sin embargo lo importante
aquí fue cómo reaccionó Stan. Ya había visto más casos como estos. Era un tema
recurrente en la psicología moderna. Había sido tratado en películas y novelas
de éxito. La insatisfacción personal. La pérdida de identidad. Crisis de los
cuarenta. La presión de un trabajo asfixiante. Matrimonios fallidos por la
falta de deseo sexual. No era algo inesperado, y ya se sabía cómo reaccionar
ante este sentimiento: dejar el trabajo, recuperar el espíritu veinteañero tal
vez rescatando antiguos LP de rock, un par de porros, cambiar a un estilo más
juvenil (menos corbata y más camiseta) y lo más importante, tener un aventura
con una rubia diez años más joven que su mujer y con las tetas en su sitio.
Stan podría haberse
planteado hacer todo esto. No iba a negar que le resultaba atractivo. Pero no
estaba seguro de eso era exactamente lo que había perdido por el camino. No,
definitivamente no era eso.
Estaba decidido a descubrir
aquel día cuál había sido el eslabón perdido de su cadena. Para inspirarse
mientras estaba conduciendo de camino al trabajo, cambió su emisora habitual
por la emisora local de rock. Se alegró. Conocía la primera canción. Para
cuando iban por la mitad de la segunda canción cambió a la habitual emisora de
noticias. No estaba seguro de si debía tomar la desviación de la 52 aquella
mañana, y le parecía un poco arriesgado lanzarse sin haber comprobado los
informes de tráfico.
Para intentar resarcirse por
la falta de éxito en la “operación espontaneidad” de esa mañana con la radio,
decidió que al llegar al trabajo no aparcaría en su sitio habitual. Nada del
sitio más cercano a la entrada y a la sombra. Aparcaría al final, y caminaría a
la entrada. Entró al aparcamiento decidido, pero le pareció que la última fila
estaba demasiado lejos, y tampoco pasaría nada si lo aparcaba en las penúltimas
filas. Pero siempre había alguna pega. Ese coche ocupa demasiado espacio. Allí
hay una columna. A ese sitio le da mucho el sol. Después de cinco minutos,
decidió que ni iba a perder el tiempo. Aparcó en el lugar de siempre.
Ese día se relajó por
primera vez en el trabajo. Incluso podría decirse que fue algo improductivo. Le
satisfizo enormemente ver que no le agobiaba el hecho de dejar un par de
informes para mañana. Hoy no se iba a agobiar.
Annette le llamó al trabajo
sobre las doce. No era por nada en especial, sólo quería saber si Stan quería
algo del supermercado, tenía pensado pasarse después de salir del trabajo.
Stan pensó que tal vez
debería decir algo como que realmente le importaba una mierda lo que quisiese
comprar, que tenía cosas más importantes en las que pensar como por ejemplo
recuperar su vida, que no fuese una hipócrita, que si su marido no le importaba
en la cama poco se creía él que le importase lo que quería para comer. Entonces
Stan pensó en aquello que sí deseaba. No era otro trabajo, ni otra mujer…la
respuesta estaba clara. Algo que llevaba queriendo desde que tenía dieciséis
años. Una Harley Davison roja.
Siempre dijo que con su primer sueldo se compraría esa belleza de dos ruedas.
En su lugar empleó el dinero de ese primer sueldo en la hipoteca de la casa con
tres dormitorios, dos baños, cocina-comedor y garaje con dos plazas en las
afueras. Pero aún no era tarde, tenía algo de dinero ahorrado en el banco, y
además pediría un préstamo, y haría de una vez por todas ese viaje que tanto
tiempo llevaba deseando. La ruta 66.
Estaba a punto de colgar a
Annette cuando pensó en los famosos bares de la ruta 66, con su desayuno de
huevos con beicon, y tartas de manzana, y esas camareras que constantemente
sirven café. Café. ¿Sería el mismo café que Stan tomaba?
Annette esperaba una
respuesta al otro lado del teléfono. Stan se limitó a decir, mientras cogía los
informes que antes descansaban en su mesa para terminarlos:
“¿Podrías comprar el café de
siempre?”
Imagen tomada de: franciscocerna.blogspot.com
Imagen tomada de: franciscocerna.blogspot.com
Está bien retratada la situación de una vida que no va a ninguna parte, porque tampoco sabe cómo salir de sus rutinas. El hombre está atrapado entre los clichés de su vida y los clichés sobre qué hacen los hombres para parecer de nuevo jóvenes. El relato está bien construido y el final es divertido.
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